Un hito para la ingeniería (1867)
El 19 de octubre de 1867, Alfred Nobel patentó la dinamita y dio un salto decisivo para las ciencias y la ingeniería: por primera vez se disponía de un explosivo relativamente estable, transportable y predecible para abrir túneles, tender vías férreas y excavar canales. El mismo avance, sin embargo, fue controversial debido a sus posibles aplicaciones en el ámbito bélico. Su vida transitó justo en ese contrapunto entre innovación, utilidad pública y dilemas éticos: de ahí nacerían, años después, los Premios Nobel.
¿Quién fue Alfred Nobel?
Alfred Bernhard Nobel (Estocolmo, 21 de octubre de 1833) creció en un hogar de inventores y talleres. Su padre, Immanuel Nobel, diseñaba artefactos mecánicos y explosivos; su madre, Andriette Ahlsell, sostuvo el negocio familiar en épocas difíciles. Alfred combinó una sólida formación científica con un dominio inusual de idiomas (sueco, ruso, inglés, francés y alemán), lo que le abrió puertas en laboratorios y fábricas de media Europa y Estados Unidos.
Del laboratorio al taller: el problema de la nitroglicerina
En 1847, Ascanio Sobrero había descubierto la nitroglicerina: potentísima, pero inestable. El joven Nobel se propuso controlarla para que fuera más práctica. Fue un camino lleno de ensayos, errores e incluso tragedia: en 1864 una explosión en Estocolmo mató a su hermano Emil y a varios trabajadores. Lejos de abandonar, Nobel reforzó sus controles, diseñó detonadores más seguros y buscó cómo “fijar” la nitroglicerina.
Nace la dinamita
La clave fue mezclar la nitroglicerina con un material poroso (tierra de diatomeas) que la volvía moldeable y menos volátil. Con ello obtuvo un compuesto que podía cargarse en cartuchos, manipularse y detonarse de forma más controlada. El 19 de octubre de 1867 registró la patente “Method of Preparing Gunpowder-Like Compounds”. Frente a la pólvora negra, la dinamita era más potente y operativamente más segura, lo que disparó su adopción global.
Impacto industrial y consecuencias éticas
La dinamita aceleró obras que parecían imposibles: túneles alpinos, carreteras, ferrocarriles, presas y, décadas después, proyectos como el futuro Canal de Panamá. También transformó la minería, abaratando y multiplicando la extracción de minerales. Pero el mismo invento se utilizó en conflictos armados y atentados, replanteando la responsabilidad de los inventores. Nobel insistía en que su objetivo era “facilitar el trabajo”, no la destrucción, aunque fue el primero en advertir que la técnica nunca es neutral por sí sola.
Un empresario-inventor prolífico
Nobel no fue se quedó solo en la dinamita. Sumó 355 patentes a lo largo de su vida, perfeccionó detonadores, desarrolló gelignita y balistita (una pólvora sin humo), y tejió una red de más de 90 fábricas y laboratorios. En 1894 adquirió Bofors, que convertiría en una moderna industria metalúrgica. Ese éxito empresarial convivió con una vida privada austera y una pasión literaria: escribía poesía y teatro, aun sin reconocimiento público en ese terreno.
El “obituario en vida” que cambió su legado
En 1888 un diario francés publicó por error el obituario de Alfred (había muerto su hermano Ludvig) con un título demoledor: “Ha muerto el mercader de la muerte”. La impresión de leer cómo lo juzgaría la historia lo tocó profundamente. Siete años más tarde, el 27 de noviembre de 1895, firmó un testamento que destinaba la mayor parte de su fortuna a premiar, cada año, contribuciones extraordinarias en Física, Química, Fisiología o Medicina, Literatura y Paz.
De la idea al premio
Nobel falleció el 10 de diciembre de 1896 en San Remo, Italia. Tras disputas legales y una compleja organización financiera, en 1901 se entregaron por primera vez los Premios Nobel. Desde entonces, el galardón funciona como una brújula simbólica del progreso: reconoce ciencia, letras y esfuerzos por la paz que amplían los márgenes de lo posible y, a la vez, interpelan sobre el uso social del conocimiento.
¿Por qué la dinamita sigue importando?
Aunque muchos sectores hoy usan explosivos más avanzados y precisos, la dinamita marcó el inicio de una ingeniería de gran escala, más rápida y segura que con pólvora. Como caso de estudio, su historia resume el “doble filo” de la tecnología: la misma herramienta que abre montañas puede alimentar conflictos. De ahí la vigencia del legado de Nobel: premiar descubrimientos que, con responsabilidad, mejoren la vida humana.
Ecos mexicanos del Nobel
Alfonso García Robles (Premio Nobel de la Paz, 1982) encabezó el Tratado de Tlatelolco, que estableció a América Latina y el Caribe como zona libre de armas nucleares. Su diplomacia paciente y técnica demostró que los acuerdos regionales pueden reducir riesgos globales, y convirtió a México en referente de negociación multilateral y no proliferación.
Mario J. Molina (Química, 1995) y Octavio Paz (Literatura, 1990) son otros dos referentes en el ámbito de las ciencias y las artes. Molina explicó el papel de los clorofluorocarbonos (CFC) en el agujero de ozono, contribución que impulsó el Protocolo de Montreal, uno de los acuerdos ambientales más exitosos. Paz, por su parte, fue reconocido por una obra poética y ensayística que unió tradición y modernidad, y que dialoga con la identidad, la libertad y el sentido de lo humano.



