Lo mucho o poco que fuera lo que tuviéramos estaba a años luz de pasar por la lupa de las inmoralidades. Ambos éramos custodios del penal local. Siempre en la mira de la puntería amenazadora de chismes y maledicencias. Y es que la atracción era demasiado notoria. Estábamos hechos –demasiado bien hechos- el uno para el otro, y a los compañeros no les quedaba duda: algo estaba tramándose entre Adán y yo. Sin embargo, no creíamos que esto fuera tan notorio.
A fin de cuentas, nuestro enredo era inevitable, tantas coincidencias nos orillaban a vernos sorpresivamente el uno al otro. El coincidir era verbo que se conjugaba a diario con nosotros. Nos mezclaba con descaro. Para colmo, los dos usábamos una beretta 8.5 milímetros con la funda del lado izquierdo. La usábamos más por obligación que por necesidad, el mismo modelo de pistola pendiendo del mismo lado izquierdo por ser zurdos nos daba un aire de autoridad omnipotente. Era el número trece en la fila de hombres lo era yo también en la fila de mujeres. Por eso no nos deteníamos a conversar: este estar tan hechos a la medida despertaba sospechas entre los envidiosos.
Un “buenos días” de modo distraído y un “hasta mañana” perdido entre las despedidas de los demás, eran las frases que nos disparábamos a mansalva, con tanta pasión y entrega disfrazada de indiferencia que hasta las armas vibraban, temblaban. Ambos teníamos pareja, otro detalle que nos identificaba. Lo prohibido es divertido, más excitante a la hora del coqueteo. No hubo nunca contacto. Sabíamos dónde estábamos parados, en que escaparate del tiempo –y de una infidelidad trunca- se concentraban nuestros deseos contenidos. Además, estaban nuestras parejas, como muros separándonos, como los presos y presas que ambos custodiábamos, exiliándonos del pecado a todas luces deseable, obligándonos a vernos siempre de ladito.
Hubo una ocasión en que estuvimos a punto de perder el freno. De soltarnos el seguro y disparar todo lo contenido durante tanto tiempo, explotar la pólvora hasta entonces fugaz pero gloriosa de nuestra relación: Adán salía del pabellón varonil y yo apenas entraba, fue un encontronazo casual pero certero. Creí que acabaríamos dándonos un beso, pero a lo más que llegamos fue a que nuestras armas chocaran, el chasquido bofo, ruido característico del choque, fue el sonido que amenizó el instante.
Desde entonces no nos vemos igual, como si en realidad aquellas berettas se hubiesen accionado. Como si en vez de chocar, aquellas armas hubieran disparado nuestras emociones, como una extensión de nuestros cuerpos y se hubiesen impacto sobre la carne, carne hambrienta de fuego. Un “Y qué tal si” era la esencia de nuestra explosiva aventura. Nos veíamos la mayor parte de las veces de lejos, con miradas ansiosas y oídos prestos a los murmullos. Si nos veíamos de cerca no podíamos tocarnos, y sin embargo intuíamos que algo estaba amalgamado, fundido en una sola y cruel espera.
Un día descubrimos que a través de las pistolas podíamos enviarnos señas, confesarnos mutuamente nuestros deseos. Entonces comenzamos a hacernos el amor como una utopía, con la mirada puesta en nuestras berettas. Con medias sonrisas o gestos extraños. A veces, el posaba su mano sobre su arma y yo sabía que me acariciaba. Otras, levantaba un dedo sin razón aparente y yo sabía lo que significaba. En otras ocasiones él iba más lejos, inclinaba el rostro –atrevido- para revisar si su pistola estaba cargada y me observaba indiferente por encima del hombro. La palma de su mano en la cacha del arma me impedía dormir una noche entera, pero como siempre al final nos sentíamos mal, nos sentíamos pecadores, bígamos, traicioneros.
Es cierto, compartíamos un lenguaje secreto en el que coincidían –también- las interpretaciones. Pero esto, no dejaba de gastarnos el alma. Hubo días en los que los remordimientos y las culpas se extendían en nuestros rostros, proyectadas para el rumoreo ágil en el penal. Se bien que más de dos compañeros descubrieron nuestro affair.
Desde entonces, poco antes de finalizar el día, en el cuartito para checar tarjeta, antes de marcar la salida en el reloj, desenfundamos nuestras armas y las dejamos descansar en el escritorio en la entrada, secretamente, una encima de la otra como por descuido, esperando a que la culpa y el sexo enloquecido cayera sobre ellas. Hemos aprendido a ser felices sabiendo que ellas hacen el amor sin pena, sin remordimientos, lejos de chismes y envidias, libres y amorosas, representándonos furiosas hasta el orgasmo.