Fieles devotos abarrotan el Vaticano para dar el último adiós al Papa

24 de abril de 2025

Una figura frágil, de espalda encorvada pero determinación inquebrantable, rompió el protocolo. Sor Genevieve Jeanningros, monja de 82 años, con una mochila verde colgada al hombro y los ojos azules empapados en lágrimas, se separó de la multitud que ingresó ayer a la Basílica de San Pedro para despedirse del Papa Francisco, su amigo. Cuando alcanzó el féretro del Pontífice, se detuvo. Se mantuvo inmóvil, a escasos centímetros del cuerpo del hombre que la había llamado “la enfant terrible” por su incansable labor con mujeres trans y feriantes del puerto de Ostia, a las afueras de Roma. Lloró en silencio. Nadie la apartó.

La escena condensó el espíritu de una jornada histórica. Desde primeras horas del día, cuando las campanas de San Pedro comenzaron a repicar, una oleada humana empezó a desfilar hacia el corazón del Vaticano. En sólo ocho horas y media, miles de personas se acercaron a presentar sus respetos al Papa de los gestos inesperados, de los abrazos a los marginados, del mensaje de inclusión y sencillez.

El féretro, humilde y sin elevación, como él lo quiso, reposaba al pie del altar mayor de la Basílica, custodiado por la Guardia Suiza, rodeado por murmullos de oraciones, pasos comedidos y teléfonos que capturaban un momento irrepetible. “Me dio escalofríos”, confesó Ivenes Bianco, quien viajó desde Brindisi en plena convalecencia médica sólo para despedirse de un Papa que, según ella, “fomentaba la convivencia. Unió a mucha gente”.

Las filas, bajo un sol primaveral que no disminuyó la devoción, serpenteaban por la explanada vaticana. Familias enteras, religiosos, jóvenes y ancianos esperaban pacientes para ver, por última vez, al Pontífice de 88 años que murió el lunes pasado tras sufrir un derrame cerebral. Al paso de su ataúd en la Plaza de San Pedro, estallaron aplausos, una señal italiana de respeto y afecto. “Es como perder a un abuelo”, dijo Rosa Morghen, llegada desde Nápoles. “Se siente en el pecho”, agregó, con la voz entrecortada.

En el interior de la Basílica, el ambiente oscilaba entre la solemnidad litúrgica y la emoción contenida. El cardenal Kevin Farrell, actual presidente interino del Vaticano, encabezó la ceremonia que llevó el cuerpo de Francisco al templo. Lo acompañaban cardenales, obispos y religiosos, todos caminando al ritmo del canto de las Letanías de los Santos y bajo una nube de incienso. Uno a uno se acercaron al féretro: reverencias, cruces sobre el pecho, lágrimas discretas. “Es una sensación surrealista”, confesó Alex Lenrtz, peregrino estadounidense, entre los primeros en la fila. “Ver el cuerpo y recordar todo lo que representaba es muy importante”.

Francisco, vestido con túnica roja, rosario en mano y mitra blanca, yacía en paz. Su último acto público fue apenas días antes, en Domingo de Pascua, cuando insistió en recorrer la plaza en papamóvil, a pesar de su frágil salud. Había salido del hospital tras cinco semanas de tratamiento por una doble neumonía, pero quiso, como siempre, estar con la gente.

La velación continuará hasta el viernes a las 7:00 p.m., aunque el Vaticano evalúa extender el horario ante la multitudinaria afluencia. El sábado, a las 10:00 horas, tendrá lugar el funeral en la Plaza de San Pedro. Se espera la asistencia de líderes de todo el mundo, desde Donald Trump hasta Volodimir Zelenski, y una larga lista de mandatarios europeos y latinoamericanos, incluida una nutrida delegación argentina.

El verdadero legado de Francisco se mide en gestos. En la manera en que esa monja diminuta, al margen de los reflectores, se quedó de pie frente al cuerpo del hombre que la hizo sentir parte de una Iglesia más abierta. En las palabras de una peregrina británica, Rachel Mckay: “Alguien que hizo que la Iglesia fuera accesible para todos”.

Con información de La Razón e México

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