Acá en el norte intentamos definir casi todo con dichos populares. Se me ocurre uno para esta ocasión: “No hay chapo que no sea bravo”. Frase que se cumple a cabalidad con “De la Habana a Camagüey”. Me confieso admiradora compulsiva de todo lo que de la pluma de Arturo Soto Munguía sale. Y he de aceptar también, que alguna vez le escribió una crónica a su perro, con la cual lloré como tres días.
Leí “De la Habana…” hace muchos años en su primera edición, aquella que fuera decomisada por tener contenido contrarrevolucionario. Historia que -por cierto- nos narra a detalle en la primera crónica con una maestría tal, que es imposible no sentirse igual que el en pleno aeropuerto. Hoy, que me reencuentro con este libro, descubro su vigencia tan fresca como aquel lejano dosmilocho en que lo leí por vez primera. Dice los que saben que la vida está hecha de malos entendidos y aventuras. La presentación no lograda de este libro en la Habana fue así. Un ir y venir de mensajes entre el escritor – diagonal- protagonista, los organizadores y los funcionarios y que terminó por dejarnos sin presentación y también sin libros. Y sin la esperanza de poder presentar/publicar en Cuba, lo que ahí mismo se inspiró.
El chapo es un curtido periodista, narrador de la vida. Quienes lo leemos en cada columna nos hemos acostumbrado a su ritmo. Sabemos que tarde o temprano se dirigirá a nosotros entre el tejido de sus palabras y hasta esperamos ese momento en que con desparpajada familiaridad nos hablará de frente y nos involucrará en el tema en cuestión. En “De la Habana” ocurre lo mismo, sentimos que estamos ahí, con él. En el camello, frente a la negra de grandes ojos, en el “floridita” oyendo al mismo borracho, en un concierto de cumpleaños, en sus calles, en su mar.
Hay una crónica donde no tiene madre. Las historias se entrelazan en el tiempo y el chapo nos lleva y nos trae del tingo al tango desde su juventud revolucionaria, hasta este viaje de tío celebrando al sobrino que se va a graduar en medicina. Es un ir y venir vertiginoso que no hace sino demostrarnos que el chapo hace que parezca fácil escribir como escribe y entretejer los tiempos como nadie puede.
Sabedor de su capacidad de narrar a partir de la vivencia y de la observación, nos transmite verdades, las propias y las ajenas. En estas breves crónicas nos narra su testimonio vivo, por ello puede ejercer en la isla la empatía con tanta facilidad, codo a codo con los otros actores. Es testigo y protagonista. Narrador y personaje. Pacifista y revolucionario. Así, como la canción de la Lupita Dalessio.
El Chapo tiene un chorro de recursos narrativos, a través de sus letras nos da santo y seña en una manifestación curtida por los nervios de un decomiso, los anhelos prestados de una mujer enamorada, las corazonadas que son también preguntas a un teniente y los pasos de baile que van coleccionando anécdotas entre ritmos caribeños. El chapo tiene un sello, escribe y vincula: recorre Cuba con México en la tinta. En cada crónica brincan como chispas de algún postre Magdalena de Kino, El Buki, Cantinflas, el pluma blanca y hasta el famosísimo y desaparecido multirrutas que a tantos nos hizo llegar a algún destino.
Nunca se amarró un brazo a la pierna, instrucción que ordenaron las autoridades en Cuba para que no escribiera. Hubiera sido imposible frenar ese arsenal de palabras que surgen como de una caja de herramientas para construir la anécdota. “De la habana” es reportaje, es crónica, es cuento. Es drama y comedia. Son relatos libres desde el corazón de la dictadura. Es la realidad contada breve, irreverente y libre. Es entonces cuando este libro se vuelve no sólo posible sino también inevitablemente necesario.
El chapo es también un ilusionista. Que cuenta fantasías, trucos. Porque en la crónica también hay una especia de ilusión gramatical. En “De la Habana…” se narra lo que no sucedió o lo que no pudo suceder, que no es lo mismo: La presentación de un libro que no se dio, la casi llegada a la cárcel de un contrarrevolucionario que no entendía porque lo era, una graduación de medicina que se canceló, un escritor que ni en días de asueto puede dejar el oficio y una Habana cada vez más cercana, aunque cada vez más prohibida.
Estos relatos también son poesía. No puedo evitar compartir un fragmento, con el mero fin de saborearlos:
“El camino a Camagüey bien vale una canción. Lo que hay bajo su brisa es el instante vertiginoso y único en que a cada quien le está permitido tocar el cielo con la punta de los dedos…”
Son relatos redondos, completos, aterrizados. Porque están contados al más puro estilo de la realidad que nos supera. Esta que corre como rio desbocado que no espera a nadie, igualito que el ritmo del Chapo al escribir. Cada frase surge como aluvión que desemboca en el mar, que se topa con un pedazo de tierra que ya lo vio venir, que choca en las piedras y hace olas al llegar. Esa es la señal que no deja lugar a dudas, el Chapo está en la isla.