La abuela subió al autobús rumbo a Benjamín Hill de la mano de Mariana. La nieta más pequeña. ¿Estás segura que es una escuela nana? Le pregunta insistentemente la niña mientras el camión se enfila hacia la carretera. Pero la abuela no contesta. Su mirada está fija en los guiones blancos del asfalto. Pensando en Alejandra. Su única hija. Y el fatídico día en que la dejó sola con Mariana y Mateo. De catorce y dieciséis años. Alejandra había salido a trabajar muy de mañana. Oscuro todavía. Las casas de los ricos están lejos de los barrios pobres y hay que salir casi de madrugada para llegar puntual. El carro onapafa sale ligero rumbo a la faena cuando un bache mal acomodado le truena una llanta delantera que la obliga a llegar a vuelta de rueda a la orilla de la calle y caminar hasta la parada de camión más cercana. La oscuridad y el mal olor de las calles la hacen dudar de la ruta que toma. Un gato que brinca desde un tambo de basura, la sombra de unos tenis colgando y hasta el canto inesperado de un gallo le sacan los sustos más grandes de su vida. Se detiene, respira y se anima así mismo con un “no pasa nada, en este barrio crecí”. Y de la nada un manotazo en la cara buscándole los ojos. Desde atrás, un hombre la abraza para sofocarla.
Ella lo araña. Lo muerde con todas sus fuerzas. Con pocas fuerzas. Con nada de fuerzas. Alejandra deja de respirar justo cuando la dejan de violar. Mariana y Mateo tienen que quedarse con la abuela desde entonces. Mariana es dócil. Comprensiva. Canta una canción en voz baja mirando los cerros y la carretera. Mateo en cambio tiene meses irreconocible. De aquel jovencito que tocaba la guitarra ya no queda nada. Ni la guitarra. Mateo la estrelló contra la pared una noche que entró en crisis e intentó ahorcarse con una de las cuerdas. Con la sexta para ser exactos. Personal de psicología del departamento de atención a víctimas de la agencia ministerial de investigación le atiende cuando el feminicidio de su mamá. Pero solo hasta las tres de la tarde porque ya es hora de salida. Y que falta hacen los domingos cuando Mateo azota la puerta de la recámara de la abuela intentando matarla. Es rebeldía le dicen el lunes en la mañana. Se le va a pasar en unos meses.
No se pueden esperar tanto. Llegado el momento Mateo también pide ayuda. La abuela lo convence de acudir con un psicólogo particular. Recuerda muy bien que Mariana lo busca en Google.
Las cruces a la orilla de la carretera le recuerdan a la abuela la cruz de su hija y desde la memoria, le promete no rendirse, como el día en que se gasta todos sus ahorros en el medicamento de Mateo. Diacepan, alprazolam, tafil. No hay pensión que alcance. Tiene que entracalarse en un “compartamos banco” para poder pagar todo el tratamiento. No falta quien le diga: Nomás te está chantajeando, que no ves que ya le gustó la droga esa que le dan, no vale la pena tanto sacrificio” Pero Mateo amanece todos los días con los brazos arañados por la ansiedad. Testo de cortadas de navajas de rasurar buscando venas. Muslos con marcas de encendedores apagados en su piel. Una parte de su cráneo donde se ha arrancado el pelo y muchas ganas de morir todos los días. No puedo dejarlo solo, piensa la abuela. Y su mirada se pierde de nuevo en las nubes y el sol brillante.
El sol brilla para la abuela cuando el banco le autoriza el préstamo que con el que logra internar a Mateo en la clínica de la pitic, la de los cubanos. Después de meses de intentarlo, drogarlo, doparlo, sedarlo y dormirlo con infinidad de combinaciones de fármacos, el psiquiatra propone electro convulsiones. Que lo van a resetear dice el experto. Que le reiniciarán la vida. Mariana y la abuela estaban temerosas pero entusiastas y aunque con un paso en la ruina económica, la abuela firma los papeles de la permisión.
Nada pasa. El médico recomienda esperar varios días para ver y medir resultados. Pero pasan esos. Y otros. Y muchos más y Mateo insiste en morir y matar. A veces con rabia, a veces con impotencia, pero siempre con dolor.
El galeno cubano termina por darse por vencido. Se declara incompetente y sugiere una drástica alternativa: internar a Mateo en la tristemente célebre clínica “la cruz del norte”. La abuela sabe la mala fama que ese manicomio tiene, pero es tal su desesperación que decide darle una oportunidad a la institución. Con todo el dolor de su alma se va en taxi de sitio al norponiente de la ciudad sin soltar a Mateo de la mano.
De nada sirve esperar dos horas de antesala para ser recibidos. Mateo no puede ser admitido por ser menor de edad. Ya no quedan opciones.
Los soldados distribuyen hacia un carril los camiones de pasajeros y carga pesada y los automóviles particulares hacia otro unos metros antes de la caseta de cobro. Mariana se ha quedado dormida. La abuela tiene entumidas las piernas. Están como a quince minutos de llegar a su destino. No quiere desesperarse, se repite. Esta es la buena. Ésta si funcionará.
La última opción llega por consejo de una vecina. Quien tiene una comadre con un problema similar. Quien internó al ahijado en ese lugar y a los seis meses se lo entregaron como nuevo. La abuela duda. Lo piensa muchos días. Visita las instalaciones, conoce a los encargados. Pero es que eran tantos los rumores: que si ahí les pegan, que si los explotan, que si ahí mismo les venden la droga. Pero también hay buenas referencias y ante la falta de opciones, una mañana cuatro hombres corpulentos vestidos de enfermero llegan por él mientras desayuna y se lo llevan frente a los ojos de la abuela, llenos de tristeza y lágrimas.
Mateo tiene casi un mes en ese lugar, sabe la abuela que con escucharlo sabrá si todo está bien. Llevan dos bolsas de mandado. Traen jugo de naranja y burritos de papa con chorizo. La abuela y Mariana se bajan del camión en la gasolinera y de ahí se dirigen a pie a buscar el lugar. No puede estar muy lejos dicen cuando han transcurrido dos cuadras. Mariana grita de pronto que allá se ve un patio con cerco alto y señala el letrero del centro de Rehabilitación. “No menores, no trastornos mentales, solo adictos” dice el reglamento en la puerta. ¿Aquí es abuela? pregunta Mariana, acuérdate que nos dijeron que era una escuela.