8 septiembre, 2024
Radio Sonora
Opinión de Sylvia Arvizu

La mano y la trucha

La mano llena de sangre. La trucha, delgada y filosa hoja de acero unida a un mango de fierro es una especie de cuchillo que los jornaleros utilizan para cortar delicadamente sin lastimar la calabaza de su tallo. La dirección que debe llevar, si se es diestro, es de izquierda a derecha cuidando que el corte sea sesgado, exacto. Preciso como bisturí en medio del pecho, abriendo el cuerpo para una cirugía a corazón abierto.

Delfina tiene pocos meses en el campo cortando calabaza. Viene de Veracruz. Huye de Veracruz. De la pobreza, del maltrato del Padrastro, del hostigamiento del marido. De la tristeza mosqueada de sus calles. En eso está pensando cuando la trucha le atraviesa la mano y las preocupaciones. Cuando la sangre empieza a borbotear. El supervisor la sube a las estaquitas para que la vea el medico allá en la oficina del patrón. Son casi diez minutos hasta el incipiente consultorio. Delfina espera sentada en una banca de madera. Un hermoso yucateco la cobija. La acompaña quince, veinte, treinta minutos a que llegue el doctor. Han pasado casi dos horas cuando por fin llega un enfermero. Enjaguar con agua oxigenada. Sutura de tres puntos, una palmada en la espalda y paracetamol cada seis horas.

Delfina duerme profundamente. Ni siquiera siente cuando uno de los gemelos de tres años llora toda la noche por lo rozado. Y es que es mucha gastadera cambiarle el pañal cada tres horas a cada uno. La buena noticia es que hoy lunes podrá ir a cobrar al campo su semana. La llegada al lugar le parece eterna. Por fin alcanza a ver desde la vagoneta la gigantesca malla ciclónica que sirve de guardián de la oficina de nóminas.

Dos chalanes, un portero y una auxiliar del cajero automático son la antesala de la puerta café de acero reforzada que casi nunca se abre. Otras seis personas están en espera de cobrar también. Delfina se acerca cuando ve que los demás caminan hacia el portón dado que la gran puerta se abre. Esta rogando que su sobre llegue completito. Tiene que comprar jabón pa’ lavar, leche, azúcar, pañales y arroz, que no se le olvide el arroz, muy bueno, muy económico, muy llenador.

En la gran puerta aparece Don Julio, el contador. Sale de la gran fortaleza a estirarse un poco. Dentro de la ventanilla no se ve tan alto. Aunque es de la tercera edad su cabello teñido de un profundo negro se empeña en demostrar lo contrario. Serio, mal encarado, pregunta a los guardianes que hace tanta gente ahí afuera, Delfina se acerca cuando los demás le dicen a Don Julio que vienen a cobrar su semana. A unos les contesta que a las dos de la tarde. A otros que no hay sobre con su nombre. A Delfina que no la conoce, que si por qué no cobró el sábado y le pide una identificación oficial con fotografía.

Delfina no haya por dónde empezar, se le atraviesan las palabras: que es nueva en el campo, que credencial no tiene, que siempre ha cobrado así con el puro nombre, sin identificación. Don Julio, observado fijamente por los demás jornaleros, se niega a cambiar su instrucción: sin identificación no hay pago. Y la manda a Hermosillo a tramitar su INE.
Delfina no se rinde fácilmente, espera que a que sean las dos, cuando todos se forman en la ventanilla para cobrar también lo intenta. Y también es rechazada.

No le queda de otra. Se lanza a la central de camiones del poblado Miguel Alemán así, sin un quinto. Pregunta cuánto cuesta ir a Hermosillo. Le cobran noventa pesos de central a central. Delfina decide empeñar el celular al chofer, con la promesa de volver por el en cuanto le paguen. El chofer acepta. Y se guarda el aparato en la bolsa del pantalón de donde se alcanza a ver la foto en la pantalla de un par de cuatitos sonriendo. Delfina se baja en el llano, entre preguntando y entre guiándose por su intuición. Bofeada llega por fin al módulo del INE. Hay con un colon de gente. La fila se acorta cada quince o veinte minutos. Casi se dan las tres, probablemente cierren y Delfina no habrá podido llegar al frente. Es una angustia bajo los 38 grados centígrados. Justo antes de las tres llega al mostrador solo para recibir malas noticias de una voz gangosa: Tiene que traer comprobante de domicilio, acta de nacimiento, si no tiene comprobante traer dos testigos que den fe de la veracidad de la información proporcionada y sacar cita en línea por medio de la app. ¿No has bajado la app? Delfina solo atinó a decir no. Y se la juega de regreso a Hermosillo. El camioncito de la costa no regresó por donde mismo, al menos no a la hora que habían quedado. Pidiendo raite llega de nuevo al poblado adolorida por el saco de cemento en el que se vino sentada cuarenta minutos. Entumida, con hambre. Decepcionada. Derrotada.

Han pasado varios días. El poblado tiene verbena de esas de los santos patronos. Don Julio es patrocinador de unos de los stands. Al terminar el jolgorio, don Julio se dirige a su carro estacionado a unas calles de la plaza principal. Está medio oscura la calle, está medio tomado Don Julio, aun así, alcanza a ver una silueta que se acerca agresivamente hacia él y empuña una trucha en dirección a su cuerpo. Don Julio grita: Delfina, no te comprometas. Delfina no se detiene, piensa que es demasiado tarde para acordarse de que si la conoce. Sesgado el corte. La mano llena de sangre.

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