8 septiembre, 2024
Radio Sonora
Opinión de Sylvia Arvizu

Las Visitas

Por Sylvia Arvizu
Puntual. Cada domingo. Mochila floreada, tenis rosas, lentes de espejo y dos botellas de agua purificada de marca pudiente. Güera, alta, no pasa los veinticinco. Se sienta primero sobre la tumba, Luego a un lado. Se acomoda de espalda al sol, Termina en el suelo con las piernas cruzadas como niña que juega en la tierra.
Abre una botella y la coloca a un lado de la cruz. Abre la otra que se empina en un trago largo y profundo. Cuando por fin termina, le explica a la cruz en voz alta que viene asoleada, que se vino en camión, que está de remate el sol.
La gente alrededor al oírla hablar “sola” se sorprende en un principio, pero luego de varios minutos terminan por comprenderla y respetarla y siguen cada quien en lo suyo y ella también.
La charla continua en el mismo tono, pareciera que su interlocutor está más lleno de vida que nunca y que hasta pelea por quitarle la palabra pues ella, sube y baja el volumen, se frena, le pregunta, le explica, le hace carrilla y hay frases en las que incluso le reclama.
Primero le dice que cuando eran amigos el hizo cosas que ella no hubiera querido, luego de novios se portó bien, pero de todos modos la hacía enojar. Que si no hubiera sido por aquella vieja que conocieron en la fiesta de San Pedro habrían sido novios mas mucho tiempo, pero como buen mujeriego no se conformó con una nada más.
La plática la lleva de los recuerdos a las novedades, le dice quien anda de novio con quien, quien salió embarazada de la escuela y se tuvo que salir, de todos los que están enfermos de coronavirus y todo el desmadre que hay en el mundo. A ti no te tocó le dice, pero ahora sí, todos, a fuercitas, nos tenemos que ver a los ojos. Como traemos cubre bocas, ya no nos queda de otra.
Hay en ese encuentro también risa, la joven mujer suelta repentinas carcajadas cuando le recuerda cuando se cayó de la moto, cuando se comió un engrudo bien pedo creyendo que era puré de papa y hasta la noche en que sentados en un parque un perro le orinó el pantalón. El silencio sigue a la risa. Luego el suspiro y la reflexión.
Viene también el momento de las lágrimas, del recordar donde está, del por más que quiera sentir que habla con él en realidad eso no ocurre. De tener que despedirse. De tener que irse y caminar hacia la calle sabiendo que él está ahí, bajo una loza de concreto. Si tan solo pudiera besarte de nuevo le dice. Se pone su mochila sobre la espalda. El agua restante la vierte sobre el florero, junto a la cruz a la que se agacha para besar, a la que raramente persigna mientras se limpia las lágrimas. Se aleja en pasos cortitos como quien no quiere irse, y desde lejos de vez en vez, voltea, tira besos y le dice adiós.
. .. .
Llega en moto. Saluda a los visitantes de las tumbas contiguas mientras se quita el casco. Camina por los lados. Se persigna junto a la cruz, se hinca un rato, junta las manos, murmura un padre nuestro. En la lápida se alcanza a ver el nombre de mujer. Por las fechas escritas en el mármol se puede pensar que es su madre. De un morral que cuelga de la moto saca flores, son anaranjadas, vibrantes, vistosas. Las coloca en el centro, como un ramo que le entrega al amor de su vida. De entre el follaje de un árbol de mediana estatura, saca un galón escondido intencionalmente para no tener que cargar con él cada vez que se va al panteón. En él, acarrea agua. La pila está en la esquina, pero el hombre es fuerte y joven y no tarda nada en estar de regreso. Le gusta tener todas las plantas alrededor llenas de agua. Uno de los arbolitos que sembró está a punto de dar sus primeras hojas en el tronco, como señal de que la tierra lo ha recibido bien y de buenas. Se enjuaga las manos con lo que queda de agua. Se sienta, toma su celular y pone una canción. Es de los Mier. Muñeca de ojos de miel. Se la dedicó muchos días de las madres, muchos cumpleaños, las serenatas empezaban y terminaban siempre con esa rola.
Saca del morral una hoja de papel de vivos colores y trazos titubeantes. Es de parte de las nietas, la dedicatoria se alcanza a leer con las letras disparejas, coloridas. Coloca el dibujo junto a las flores. Lo pisa con una piedra, para que no se vuele, para que el mensaje llegue a la abuela. Se acaba la canción, pero no el repertorio, los terrícolas, los dandys, los comandos del Oeste. Todos del gusto de su madre. Si tan solo pudiera verla bailar de nuevo se reprocha en voz alta, por qué no la visité más, por qué no baile con ella más, cuando en las fiestas me insistía que bailara con ella y todas las tías y yo prefería seguir pisteando con los amigos afuera de la casa.
Llegan a venderle flores, reconoce el florero, era suyo la semana atrás. El robo en los panteones es un problema recurrente del que ninguna autoridad hace nada. El joven de la moto brinca exasperado, le reclama al seudovendedor que sale disparado sin imaginar a quien venía a ofrecerle su producto. El muchacho está harto, no teme pelearse con quien tenga que hacerlo para que esta situación se solucione. No hay remedio le dicen los del sepulcro de enseguida, los rateros son indigentes que viven aquí, están las veinticuatro horas al acecho, no hay manera de detener los robos, el vandalismo y el daño que le hacen a las capillas de nuestros difuntos.
El muchacho de la moto inconforme pero más tranquilo, acepta que es complicado, pero no se resigna, amenaza en voz a cuello que la próxima vez que agarre a alguien robando, el mismo ya ubicó dos o tres tumbas abiertas, para refundir ahí el mismo al culpable de los robos y los daños.
Los otros visitantes le celebran la valentía, se solidarizan con los números de teléfono, a cuidarnos entre todos se dicen, como vecinos de una comunidad que no nos gusta, pero a la que eventualmente habremos de pertenecer.
El joven de la moto propone rondines, patrullajes, que el que vea algo avise a los demás. Así se hace, por lo menos esa cuadra en particular todos se conocen, se saben apoyados. Se reconocen en el dolor y en la certeza de una tristeza para siempre. El muchacho de la moto se pone los guantes. Guarda el galón de nuevo entre los arbustos del árbol. Besa la cruz de su madre y acomoda por última vez las flores naranjas. Se pone el casco, monta en la moto y la enciende, pero no se mueve. Con la moto prendida y el corazón vibrando al ritmo del motor se despide de su madre y se le hace el nudo en la garganta. Se decide por fin y emprende la marcha mientras tararea “muñeca de ojos de miel”. Antes de dar vuelta casi a la salida, echa un último vistazo a la morada de su madre, para después perderse completamente de vista.
. … .
Alma llega asoleada, se quita el sombrero de palma para convertirlo en abanico de mano y echarse viento en la cara. No alcanza resuello, se sienta en la barrita que sirve de altar para la tumba de su marido. La tumba es la primera de la fila y la capilla que la adorna tiene un ventanal que le ayuda a que corra un poco más el aire que nada tiene de fresco. Hace más de dos semanas que no viene. Sus cuatro hijos dicen que no quieren exponerse por la pandemia. Que a su papá nada le va a pasar si no vienen a verlo. Que lo peor no lo pudieron evitar y mira ahora donde está.
El hijo mayor, el consentido, el que podía traerla vive en Estado Unidos. Nomás pagó los gastos funerarios y la construcción de la tumba y se fue. No quiso saber nada mas de dolor, lutos y muerte. Fueron muchos meses de enfermedad, medicamentos, dolor, y ya estuvo. Volvió con su esposa e hijos prometiendo que desde allá estaría al pendiente.
De las dos hijas de en medio una, se victimiza diciendo que ella no tiene carro, que ni como poder trasladarse de un lugar a otro. La otra, es la que no quiere exponerse, que no arriesgará a sus hijas, tan chiquitas las gemelas para que les pase algo, son población vulnerable porque tienen asma y diosguarde agarren el virus. El otro hijo, ni siquiera vino al funeral, ni parece hijo, en redes sociales se le ve muy contento presumiendo que ropa compra, que restaurante visita y que come cada cinco minutos.
Por eso ella agarró camino sola en el camión. Cruzó toda la ciudad. Desde la nuevo Hermosillo hasta acá. Que le importa, ella se vino a pegar una limpiada. Como no hacerlo, era el amor de su vida. Treinta años juntos. Ya con los hijos viviendo fuera de casa, se dedicaron a vivir el uno para el otro, a amarse, a viajar a disfrutar los últimos años de su vida. Literal. Que iban a saber ellos que ese último viaje que hicieron realmente seria el ultimo. Desde ahí, él se enferma de una tos que no se le quita y que no se le quita, de una cosquilla en la garganta que no lo deja ni dormir, ni estar despierto. Y una opresión en los pulmones que nadie puede diagnosticar.
Deja de fumar y empieza a caminar un poco en las tardes. Aunque se fatiga, luego luego empieza a notarse en él una gran mejoría. Por dos semanas por lo menos, después de eso, lo internan de nueva cuenta con una grave neumonía de la que ya no la libra.
Él se dirigió a ella en ese último momento: no puedo irme Alma, le dijo, no sabiendo que me muero y te dejo sola, yo estoy seguro al menos que si muero me darás una despedida hermosa de este mundo, pero tú, sola, con nuestros hijos con sus vidas resueltas cada uno por su lado, que hacemos, que harás, quien te despedirá a ti. Alma a alcanzó a contestarle en vida, a pesar de la dificultad para respirar. Alma alcanzo a decirle; no importa quién me despida en la tierra si te tengo a ti para recibirme en el cielo. Entonces él pudo dar su último aliento.
Alma se sigue echando aire con el gran sombrero de palma. Medio riega, medio barre, medio reza. Su celular suena un par de veces. Lo levanta, lee en el identificador el nombre de su hija, la más chica, la mamá de las gemelas. La ignora, llamada perdida, Entra un mensaje, un audio, luego otro. Por favor mamá contesta. Mamá sé que te fuiste al panteón. Alma ignora de nuevo, se hace del rogar, por dentro sabe que los muchachos muy en el fondo se preocupan. Pero aun así no piensa contestar.
Alma conversa un poco con dos señoras que se protegen del sol en el arbolito de la esquina, ese que también es escondite del galón. Que si el calor, que si los cubre bocas sofocan más, Que si el coronavirus, que si pinches chinos.
Un carro se estaciona pegadito a la tumba del esposo de Alma. Es su hija, la mamá de las mellizas. Gordita, mal encarada. Pizza en mano y cubre bocas en la papada le dice a su mamá más gritado que cariñoso que le trajo algo de comer. Que no ande haciendo eso de salirse sin avisar. Que todos están preocupados.
Alma, entre indignada y hambrienta dudosa toma la caja en sus manos, quisiera hacerse más del rogar, pero el olor de la pizza le derrumba los planes. Es momento de ser madura y dejar los enojos atrás. Total, están más cerca los dientes que la congruencia. Y prefiere comer que ganar una discusión.
Alma e hija comparten la comida. Liman asperezas. Platican una, quizá dos anécdotas del papá. después las novedades, que habló el hermano del otro lado, que viene como en un mes, que el calor está arreciando.
Deciden irse, por hoy por lo menos ya le dejo acomodado a su esposo los escasos adornos que le quedan, los que han dejado los rateros. Se despide besando la foto impresa en la lona que cuelga de la pared principal de la capilla. Susurra algo que ni la hija alcanza a oír y se suben las dos al carro sin decir media palabra.
El carro da la vuelta, la hija acomoda el cinturón sobre su hombro y Alma como perrito de familia rica, recarga su mirada en el vidrio viendo hacia atrás mientras el carro se aleja.
.. … ..
Le decían El Centavo. Alegró corazones a mas no poder. Tiene el look de vocalista de los Yonic´s. No era tan joven cuando muere como su porte y su actitud. El centavo, en vida, tiene además de grupo musical, un club de fans bastante bien organizado y fiel a las actividades de su artista favorito. Las doñas que lo admiran lo siguen en cada presentación en vivo. En la cabaña del no sé qué, en el rincón del no se cual, en la juntadita del no sé dónde. Le llenan los lugares, aunque no haya vendido casi boletos, ellas lo aman, corean sus canciones y se toman fotos con el después de cada evento.
Es músico local, pero él vive su fantasía como un verdadero rockstar. Fuma poco, bebe mucho. Cada que alguien lo invita a su mesa, el Centavo no puede negarse, se debe a sus admiradores, a la gente que lo ve crecer, dice y que siempre ha estado ahí. Incluso se queda con ellos hasta altas horas de la madrugada mientras le sigan pidiendo canciones, el sigue deleitando con su voz, El Centavo nunca dice que no, el Centavo nunca se raja.
Ni siquiera el día que los análisis médicos arrojan una cirrosis no solo avanzada si no en grado mortal. No se viene abajo, nunca cae en depresión, jamás deja de cantar. Es un hombre solitario, pero no solo. Muchas navidades le llueven infinidad de invitaciones de los amigos, de los primos, de los vecinos para pasar la noche con ellos, cenar, compartir. A veces si va, llega con su teclado y una botella de vino, pero se toma seis, lo desquita con canciones, ameniza la celebración con cuanta pieza le pidan. Feliz complace a su público, se siente admirado y reconocido. Pero la cruda al día siguiente más que de alcohol es de tristeza. Sabe y siente que la muerte anda cerca.
Lo sabe el día que el agudo dolor en el vientre le da para no quitársele. Alguien lo ve desplomarse en el callejón a la vuelta de su casa. Está por oscurecer. Está vestido con sus mejores galas. El centavo ya no alcanza a llegar a la presentación de esa noche. Las fans se quedan esperando al cantante, al amigo que no sabe decir que no.
Ahí, en plena banqueta lo recoge la cruz roja pero ya sin vida. Parece que se desmaya de dolor y simplemente deja de respirar.
Se oye su voz en el entorno. Mecánica, robótica. Desde un celular que se posa en una silla junto a la tumba. No es él, es su legado musical. Las admiradoras le han traído flores y cantan como humilde homenaje sus canciones. Los amigos, los del grupo han traído vino, su favorito. Lo riegan sobre la tierra que cubre el cuerpo del cantante. Una mujer que canta y llora abraza la cruz, limpia con un trapo el libro de mármol que adorna la lápida en donde se advierte la leyenda:” Al cantante que le decíamos el Centavo, al amigo que valía oro”.
. … ..
Está enojada. Muy enojada. Todo el camino dicen los muchachos se ha quejado. Del calor, del tráfico, del ruido. Que el cubre bocas no la deja respirar. Que ella ni quería venir, que si para que la trajeron.
Se baja del carro y lo primero que hace es girar instrucciones a los muchachos: tu trae agua en ese bote, tu bárrele desde ahí hasta acá, tu arranca ese zacate que está saliendo de ahí, baja la bolsa para la basura que dejé en el carro. Pone en ordenada revolución a todo el mundo. Pero su ceño fruncido sigue. Se acerca a la tumba. En la lápida una foto, en ella aparece un joven vestido de piloto, con un bote de cerveza en la mano y con la otra saluda sonriente a la cámara. Ella lo observa. Las venas de las sienes le saltan, apuña las manos y empieza la lista de reclamos. Ni modo mijito. Tú te lo buscaste. Cuanto tiempo te rogué que te dejaras de chingaderas. Por qué no nos hiciste caso pues. No que caso vas a andar haciendo, Al contrario, más te aferraste, más cosas le compraste al pinchi carro ese que ni sirvió al final de cuentas. Tu decidiste tu destino. Tu nos diste en la madre a todos por aferrado, por terco nomas. Igualito que tu papá. Yo no sé siquiera porque te dimos permiso de empezar a ir a las carreras pues. Esas primeras idas al autódromo fueron las que te echaron a perder. Tu ni pisteabas. Empezaste a llegar tomado cuando empezaste a ir a las carreras. Ni modo, tu así lo quisiste.
Otro de sus hijos le acerca una silla plegable, como de playa. El tercero le trae un bote. La hermanita menor desde la camioneta de lujo enciende la música, los corridos que a él le gustaban.
La voz de enojo de la madre empieza a suavizarse, el resto se sienta alrededor después de haber terminado las faenas ordenadas. Lo hubieran visto el día ese, les dice a los demás. Iba tan guapo mi gordito, me había dicho desde temprano que le lavara la camiseta del equipo. Ya mero no se le secaba. Se bañó muy temprano, alistó el carro, la hielera. El celular no le dejó de sonar en toda la mañana. Unas chamacas llegaron temprano pero no se fue con ellas, esperó a los amigos. Lo hubieran visto, iba tan guapo. Y tuve la intención de detenerlo, de decirle algo, pero uno no puede asfixiarlos. Ni a él, ni a ustedes, una tiene que vivir con el Jesucristo en la boca cuando ustedes deciden volar. Una ya no vuelve a dormir tranquila, una ya no vive para una misma. Y a pesar de lo que sentía lo vi irse, me grito por la ventana de la cocina que ya se iba, que al rato volvía. No alcancé a preguntarle si había comido. Pero después vi el plato que casi casi lame de lo que le gustó el cocido que le hice. Y el vaso de soda vacío con un poquito de hielo derritiéndose. Iba desesperado, como a encontrarse con no sé quién el alborotado. Hay un silencio generalizado. Incluso todo el panteón se percibe en medio de una extraña tranquilidad.
De pronto, la mujer se levanta estrellando el bote que bebía contra un carro estacionado. Se dirige de nuevo a él. A la foto, a su tumba. A su recuerdo. Camina, lo señala, no puede estar tranquila por más que intenta controlarse. ¿Por qué tenías que hacer siempre lo que te daba la gana? ¿Por qué no llegaste de regreso ese día cuando dijiste ahorita vengo mamá? ¿Por qué nos hiciste esto? ¿Por qué nos mataste junto contigo? No se vale, no es justo, eras mi vida entera, eras lo más importante para mí, me dejaste muerta en vida. No termina de hablar cuando se lleva las manos a pecho y se le nota dificultad para alcanzar resuello, los muchachos la socorren, le echan aire, le dan agua hasta que finalmente deciden subirla al carro y llevársela de ahí.
La camioneta se aleja a toda velocidad, esa misma velocidad que les arrebató lo que más querían, esa que ahora tanto aborrecen.
. … ..
La señora a duras penas puede caminar. No es por la edad. Más bien por el sobre peso. Además de sus dimensiones caminar entre los estrechos pasillos de las tumbas es realmente complicado. La asiste su hijo. De igual complexión. Sudan a chorros y jadeantes llegan a la tumba de su padre. Un soldado más, caído ante la interminable lucha contra el cáncer. No fumaba, no pisteaba. De esas cosas inexplicables de la vida. De esas veces que se queja de algo que no sabe que es y cuando van a un chequeo de rutina resulta que está invadido y no hay ni cirugía, tratamiento ni medicamento que pueda hacer algo por él. Es inevitable, le dicen, incluso aseguran que no pasará de tres meses más de vida. Genaro era muy contreras dice la señora, como nos dijeron tres, el duró cuatro meses más vivo, de adrede, como para darle en la torre a los doctores.
Ya van tres veces que construyen el sepulcro, los vándalos de los alrededores se las han ingeniado para despegar dos veces seguidas la pesada lápida de granito que tanto esfuerzo les ha costado pagar. El muchacho cuenta que después del desgaste tanto emocional como económico en los hospitales, y en la funeraria, esto parece cuento de nunca acabar. Uno quiere tenerles una especie de altar a sus seres queridos dice, para que al menos su muerte sea digna pero estos pinchis vividores no nos dejan ni siquiera ese consuelo. La señora da unas palmadas al hijo, en señal de apoyo, y de confortarlo. No estoy resignada aun, cuenta ella, aun nos duele mucho su partida. Nos conocimos viejos, nos casamos y fuimos papás ya grandes. Fuimos el segundo matrimonio el uno de otro. Pero, aun así, fuimos nuestro amor de la vida, nos lo repetíamos a cada rato.
La primera esposa fue a la funeraria. Pero yo soy muy celosa como para permitir que ella este en el mismo lugar que yo recibiendo un pésame que no le corresponde. El hijo la regaña. Ella lo ignora y continua, es que algunos familiares se confundieron y la abrazaron a ella. Pero yo me di mi lugar y me impuse. Aquí al entierro ya no permití que viniera, con miles de trabajos dejé que asistiera su hijo mayor, el que tuvo con ella. Además, yo tuve cuatro de él. Mas los años juntos, derecho de antigüedad, a ver quién se atreve a decirme lo contrario.
El muchacho llama a un jovencito a que le traiga agua, le riegue las flores y sacuda un poco la tumba. Le da unos pesos al niño mientras observa que todo esté bien hecho, La tarde empieza a tornarse azul, morada oscura. No hay ningún tipo de seguridad por parte de los administradores del panteón comentan entre ellos que será mejor irse. A lo lejos, en penumbras las siluetas de hombres desde el interior del panteón se dibujan avizores esperando que el lugar quede vacío.
El joven, ayuda a su madre a recorrer el camino de regreso al carro. Mientras sortean las esquinas de cemento de las tumbas para no tropezarse. La mujer advierte que ya falta poco para el cumpleaños de su padre, que de una vez le dice que no quiere aquí a la mujer esa, que si el hijo quiere venir a traer flores es bienvenido, pero ella no. No vaya ser que los visitantes a las demás tumbas empiecen a creer que ella es la esposa, o ella de adrede los quiera confundir.
Cuando el carro emprende la marcha hacia la salida, el lugar está totalmente oscuro. Solo brillan las miradas centelleantes de quien acaba de ver algo valioso para robar, un florero con flores nuevas, una cruz tallada a mano, una figura de san judas de cerámica, un cuadro de una virgen y una biblia abierta con el mensaje: “Padre perdónales porque no saben lo que hacen.”

Noticias relacionadas

Un día como cualquiera

Sylvia Arvizu

Pachuco tropical

Sylvia Arvizu

Coincidir

Sylvia Arvizu

Número veintiuno

Sylvia Arvizu

Un trapito apuntando al sol

Sylvia Arvizu

Números en la agricultura

Sylvia Arvizu

Dejar un comentario

"41 años, Radio Sonora, cada vez más viva, cada vez más pública"