Rigo, que apenas tiene ocho años lleva días bajoneado. Su papá lo ha estado regañando. Que no brinque adentro de la casa, que no hable tanto, que se ría más despacio, que se quede quieto un rato, que viene muy cansado de trabajar. Que las faenas del campo cada vez son más duras y que el maldito tractor se le descompuso otra vez. Rigo sale del cuarto de tres por tres que hace las veces de casa, de recamara, de sala. Afuera, junto a las palmeras Rigo tiene una hamaca zurcida que le sirve de columpio. Ahí se la lleva, piense y piense. Serio. Triste. Después de un suspiro guarda con esmero absoluto su más preciado juguete: una cubeta y unos palos de madera que el mismo cortó de un árbol cerca del surco de calabaza.
Los gritos de la mamá de Rigo rugen hasta el represo, que si porque no ha bañado a los cuates, que ellos no saben bañarse solos, que para eso es el hermano mayor, que si ya les dio comida, que si no va a hacer los que se le ordena que mejor se vaya al campo, a deshierbar, a cortar calabaza o a la rezaga. Que siempre es la misma con él, que ahí nomás se la lleva haciendo un ruidajo por donde pasa y nada de provecho. Rigo sabe que su mamá viene agotada y por eso le grita así, porque cuando no anda cansada, la ve sonreír y hasta jugar con sus hermanitos.
Del camino de tierra se alcanza a oír que viene un carro. Rigo mas por costumbre que por curiosidad se asoma. Se sorprende al ver qué no es uno, son dos, son tres, son cuatro, cinco carros en caravana vienen atravesando justo la calle que lleva a la cancha del campo, enseguida del comedor. El primero es colorido, con una bocina al frente que anuncia la llegada de un gran espectáculo. El segundo y el tercero, blancos, con muchas personas que desde adentro saludan con gusto a los que se les quedan viendo. El cuarto es una camioneta grande que jala al quinto que es una caja gigante de metal que, como regalo se abre de tres lados dando paso a un escenario móvil.
Rigo empieza a sentir algo en el pecho que no puede explicar. El escenario comienza a tomar forma. Unos jalan cables, conectan bocinas, luces, micrófonos. Otros se maquillan, se visten de colores vivos y telas brillantes. La voz de mujer anuncia una tercera llamada como invitación inmediata al espectáculo. La música, retiembla en el corazón de Rigo que al mismo tiempo no entiende porque siente lo que siente. Los actores uno a uno sale al escenario sobre ruedas: Un sahuaro sabio, un águila intrépida, un tierno conejo, un rio atrabancado y una hermosa laguna de voz espectacular bailan, cantan, cuentan, invitan a reflexionar y a soñar. Un músico juguetón al teclado acompaña los dichos de cada uno que, entusiastas le siguen el ritmo, aunque éste no esté marcado en el guion. El eco se desparrama hasta los surcos cercanos y entonces la magia ocurre: más de una hora de magia es suficiente para que Rigo lo sienta todo. La piel chinita, el corazón acelerado. La alegría instintiva al compás de las canciones, de las luces, de las voces allí arriba.
Así con el engranaje perfecto que llegaron los cinco carros armaron todo de nuevo para irse. Los cables enrollados en segundos, guardados los micros, apagadas las luces. La gran caja cerró sus tres lados y tomaron rumbo de nuevo enfilados a la ciudad de noche. Ese no fue un domingo como cualquier otro, dice Rigo, que fue el mejor domingo de toda su vida.
El lunes muy temprano, en cuanto su papá sube al tractor y su mamá se va al surco, Rigo dispone su cubeta y sus palos. Es hora de soñar que él también cuenta historias con percusiones que estallan al ritmo de sus latidos.
Sylvia Arvizu
Comunicóloga y autora de tres libros: "breve azul", "Mujeres que matan" y "Las celdas rosas" Ha colaborado con relatos en publicaciones como Milenio, Vice, Replicante y Spleen Journal.
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