Dar prioridad a las voces de las personas migrantes y de los actores involucrados en los procesos migratorios no es solo una decisión metodológica o académica, sino también una postura ética y epistémica. Esta elección cuestiona las formas tradicionales de producción de conocimiento que operan de arriba hacia abajo, sin considerar las vivencias y saberes de quienes protagonizan estos procesos. Al hacerlo, se reivindica un quehacer académico con impacto social, capaz de generar conocimiento situado, sensible y transformador.
Además, esta perspectiva desmitifica ciertas percepciones negativas sobre la labor del investigador: que pertenece a una élite aislada de la realidad, “encerrada en su cubículo refrigerado, envuelta en una nube rosa”, o que atraviesa una “crisis de legitimidad” al no responder a las necesidades sociales. Reposicionar el papel del investigador como un sujeto implicado éticamente con las realidades que estudia implica también escuchar y amplificar las voces históricamente silenciadas.
Un ejemplo claro de ello es el tratamiento que tradicionalmente se ha dado a las niñas, niños y adolescentes migrantes en los estudios sobre migración internacional. Por mucho tiempo, su participación se ha representado de manera pasiva: como hijos, nietos, hermanos que acompañan el proceso migratorio de los adultos. Rara vez se ha indagado en sus voces propias, sus emociones, sus miedos, sus sueños.
Del mismo modo, poco se conoce sobre cómo viven e interiorizan la experiencia migratoria las personas que colaboran en albergues, comedores y centros comunitarios. Al centrar también sus testimonios, se visibilizan dimensiones del fenómeno migratorio que de otro modo permanecerían ocultas: significados, estrategias de resistencia, redes afectivas y experiencias cotidianas que atraviesan desde la salida de los lugares de origen hasta los espacios de tránsito y de llegada—sean éstos permanentes o temporales.
Las fronteras que cruzan las personas migrantes no son únicamente geográficas. También son medioambientales, étnicas, culturales, lingüísticas y alimentarias, entre otras. Comprender estos cruces exige una mirada compleja que escuche las voces y vivencias de quienes transitan y acompañan estos procesos.
Hace algunos años, tuve la oportunidad de conversar con la coordinadora del albergue Casa Mariposa (seudónimo) en Tucson, Arizona. Le pregunté cuáles eran las experiencias que más la habían impactado. Ella respondió:
“Las familias que yo siento más son aquellas que quedan traumatizadas, que han huido de la violencia en sus países y que, aunque estén a dos mil millas, no pueden dejarla atrás. Hemos tenido mamás que lloran en las noches, que se levantan y miran por la ventana porque sienten que alguien las vigila”.
Continuó relatando:
“Nunca podré olvidar a un joven de Honduras que llegó a la Casa con una pierna amputada. La patrulla fronteriza lo encontró en el desierto. Él y su amigo fueron atacados por un grupo delictivo al negarse a servir como mulas. Su amigo murió y a él lo dieron por muerto. Después de hacerse un torniquete, este joven—estudiante de Derecho en la Universidad Autónoma de Honduras, Valle de Sula—empezó a cavar con sus manos para enterrar a su amigo, con la esperanza de que su familia pudiera encontrarlo”.
También recordó a una madre que llegó de El Salvador con su pequeño hijo:
“Su pareja había sido detenida y, desde el centro de detención, controlaba sus movimientos. Le decía que no fuera a ningún lado hasta que él saliera. Cuando finalmente fue liberado, ella se auto deportó. En Nogales, Sonora, abandonó al niño de ocho años porque su pareja no quería responsabilizarse de él”.
Pensativa, la coordinadora concluyó:
“La sociedad necesita conocer estas experiencias para sensibilizarse. Que la gente sepa que la humanidad requiere más empatía por el otro”.