Cada 21 de septiembre se conmemora el Día Internacional de la Paz, una fecha que invita a la reflexión en un contexto mundial marcado por la violencia y la desigualdad. Hoy, cuando más de 50 conflictos armados se encuentran activos, la migración es criminalizada y la crisis política y económica sacude a numerosos países, hablar de paz parece más un recurso retórico que una prioridad en la agenda política global.
A nivel local, la realidad no es menos alarmante. México registra más de 128,000 personas desaparecidas; cada día se reportan entre 70 y 85 homicidios; la violencia familiar se ha normalizado y los feminicidios siguen cobrando vidas sin que haya respuestas efectivas del Estado y tampoco una indignación generalizada por parte de la sociedad.
Sin embargo, trabajar por la paz no es una ingenuidad, sino una apuesta necesaria. Construir un mundo pacífico y sostenible implica defender los derechos humanos, fortalecer la justicia social y garantizar condiciones mínimas de bienestar, inclusión y cohesión social.
Frente a realidades tan complejas, podríamos pensar que poco -o nada- podemos hacer. Sin embargo, quizás este sea el mejor momento para asumir, cada quien desde nuestro entorno individual, un compromiso activo con la paz.
La paz no se construye en los grandes acuerdos internacionales, sino en la vida cotidiana. Abandonar la comodidad de la indiferencia exige reconocer que, si algo tienen en común la paz y la violencia, es que ninguna surge de forma espontánea: ambas son fruto de nuestras decisiones diarias, de la manera en que nos relacionamos y convivimos. A lo largo del día, inevitablemente, enfrentamos elecciones que nos colocan ante una disyuntiva ética: decidir de qué lado de la historia queremos estar.