1 mayo, 2024
Radio Sonora
Opinión de Juan Carlos Puebla

Acedia social

En los últimos años se ha incrementado la literatura que advierte sobre la creciente depresión y ansiedad en la sociedad. La transformación de la mente moderna de Haidt y Lukianoff, La sociedad del cansancio de Byung-Chul Han, Superficiales de Nicholas Carr, Modernidad líquida de Zygmunt Bauman, La fuerza del silencio de Robert Sarah, El Hombre moderno de Alfredo Sáenz, entre otras obras recientes del género no-ficción, diagnostican los fundamentos en los que está cimentado el hombre contemporáneo. Los distintos autores están de acuerdo en que el sentido de vacuidad se ha generalizado en las grandes urbes. Nos acecha una embravecida ola que se expande en la vida social para inundarnos de dudas angustiosas sobre el ayer y el porvenir de nuestra existencia. La crisis existencial, tan descrita por autores como Dostoievski y Kierkegaard, causa, en las nuevas generaciones, una ansiedad fatalista. Ante la carencia de fundamentos y la liquidez de nuestros nuevos valores –exaltados en redes sociales o en contenido audiovisual–, se despierta un sentimiento de engaño y vacío que no puede ser colmado por nada de lo que nos están ofreciendo las ideologías contemporáneas.

El aumento de trastornos psíquicos en los adolescentes, la falta de veracidad en el mundo intelectual, la cultura de la acusación pública, la inestabilidad de las democracias liberales amenazadas por populismos, la polarización y el aumento de adicciones, son poderosas muestras de que nos encaminamos a una etapa humana descendente. La matriz de esta situación es la falta de fundamentos sólidos en los que hemos puesto nuestra esperanza. Igualdad, libertad, dignidad humana, derechos humanos, desarrollo tecnológico, justicia social, lenguaje inclusivo, diversidad, colectivos, vida en comunidad, humanismo etc., son términos que se han popularizado y se proclaman como las banderas que justifican la transformación. El problema es que esos conceptos han sufrido un proceso de transvaloración: ya no significan lo que describían en un principio. Sus raíces etimológicas han sido arrancadas. Se han relativizado los conceptos. Para cada sujeto, la tolerancia tiene una acepción distinta, los derechos humanos son definidos por consensos y no por un fundamento con criterios claros y verdaderos. La fragmentación del significado imposibilita el diálogo y reduce la valoración de ideas a acuerdos consensuales.

Ante tanta incertidumbre, algunos jóvenes de las nuevas generaciones prefieren no entrar en debates para defender lo que les parece un fundamento sólido. Es tan hostil y volátil el consenso (basado en la deconstrucción) que han aceptado de forma obligada lo que se les presenta como un ideal que hay que seguir para transformar nuestra realidad. Esos nuevos valores pueden carecer de racionalidad. Cuando, por la madurez, el joven descubre que ha peleado por algo sin fundamento, entra en un estado de angustia que le desencadena una terrible decepción. Con buenas intenciones le estamos apostando a falsos ideales. La frustración derivada de crear una equivocada idea de esperanza en ideales vacíos nos lleva a la desesperación.

La cultura contemporánea le reza a nuevos dioses intentando eliminar la mitología del pasado. Busca superar la religiosidad con nuevas experiencias místicas. Glorifica la igualdad eliminando la individualidad. Entre novedosas narrativas que prometen el paraíso terrenal, se despierta una inconformidad existencial. Parece que nos han vuelto a engañar –como lo hicieron a principios del siglo XX– con ideologías totalizantes. Cada vez se ve más lejana la posibilidad de construir un cielo en la tierra. Ser conscientes de está realidad nos invita a renunciar a todo ideal. La pérdida de fe y credibilidad en quienes se proclaman líderes o salvadores nos lleva a un escepticismo, ya no queremos creer por miedo a ser engañados. El no querer esperanzarnos con ideales confusos impulsa un sentido de vacuidad en nuestro interior. Esta condición que he descrito, se le conoce desde la antigüedad como acedia. La acedia es la pérdida que sufre la persona de la capacidad de gloriarse en el bien. Aquello que le debería de causar gozo, le genera repulsión. La acedia, creían en el medievo, es el demonio de medio día porque llega en el momento que menos esperas y cuando está en ti, te inunda lentamente de tristeza hasta perder toda capacidad de reacción. La acedia termina por suprimir la esperanza. El humanista inglés del siglo XIV, Geoffrey Chaucer, la describe en sus Cuentos de Canterbury:

“La acedia hace al hombre aletargado, pensativo y grave. Paraliza la voluntad humana, retarda y pone inerte al hombre cuando intenta actuar. De la acedia proceden el horror a comenzar cualquier acción de utilidad, y finalmente el desaliento o la desesperación.”

Ese estado de anomalía social se presenta en los altos índices de ansiedad que estamos experimentando. Apatía, desesperanza, angustia y depresión son síntomas de una pérdida del camino a la felicidad. Estamos navegando en una balsa. Errantes en un inmenso mar de dudas. Con falsos faros que prometen iluminar nuestra vida. Por momentos nos encandilamos siguiendo a algunos, pero al llegar al punto de encuentro y buscar la luz del faro, ésta se funde. Cansados de tanto remar hacia faros sin luminaria, nos proponemos rendirnos. Es mejor quedarnos en mar abierto, con nuestra balsa y nuestra soledad, porque por lo menos ahí, ningún faro nos engañará.

Esos faros sin luminaria son las ideas totalizantes divulgadas por la cultura contemporánea que nos timan y atormentan. Hemos preferido resguardarnos en un sitio seguro sin afrontar una realidad llena de espejismos. Ese sitio de seguridad lo hemos encontrado en la victimización. Nos cerramos ante cualquier razonamiento o diálogo que nos incomode al interpelar nuestro actuar porque nos puede generar ansiedad o inconformidad.

La victimización se ha popularizado, los nuevos héroes son aquellos que se sienten ofendidos. No puede existir crítica si el receptor del mensaje no quiere exponerse a un pensamiento contrario al suyo. La sátira y la ironía están siendo perseguidas por ser “ofensivas”. El problema de esta sobreprotección a través de la victimización es que, en vez de proporcionarnos más seguridad y evitar que exista desesperanza, agudiza la inestabilidad emocional y la angustia. Tarde o temprano nos enfrentaremos a realidades distintas e incómodas.

La solución para liberarnos de la ola creciente de acedia y salir de este estado de angustia es: formar jóvenes realistas con grandes ideales y principios sólidos. El realismo se forja con resiliencia, se debe educar aceptando el sufrimiento porque es humano y no se puede evitar. Para motivar en grandes ideales hay que despertar el asombro y la empatía. El estudio de la literatura, la filosofía, el arte y la formación profesional nos ayuda a vivir con profundidad y admiración en un mundo superficial, nos permite encontrar ideales bien fundados, sin espejismos, que nos guíen hacia una vida plena. Los principios sólidos nacen de una actitud perspicaz con las ideas contemporáneas. Esa actitud consiste en identificar el origen de aquello que consumimos y hacer una crítica de ello para rechazar aquellos caminos que no tiene la consistencia de llevarnos una existencia plena.

Termino mi ensayo, lector, contándote una experiencia que me conmovió profundamente hace algunos meses y me motivó a escribir este texto. En un vuelo nacional coincidí con un adulto mayor sumamente agradable. Al despegar, iniciamos una conversación sobre nuestras vidas profesionales. El señor me platicó su historia, me confesó su arrepentimiento ante ciertas acciones de su pasado. “¡La vida me cobró cara mi vagancia!, no te dejes embaucar por la fiesta”, me recomendó con una voz grave y sabia. Luego de escuchar sus anécdotas divertidas con lecciones de sabiduría, le conté que era profesor de preparatoria y sonriendo me dijo: “muchacho, tu misión es mantener a tus estudiantes en el sano y recto camino del vivir”.

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